Rey de un pueblo de hombres libres, difícil oficio

Uno de ellos se titulaba “La Corona en las democracias occidentales” y estaba dirigido por el profesor D. Pablo Lucas Verdú. Durante esos días, además de pasarlo tan bien como era de esperar, tuvimos el buen criterio de aprovechar la magnifica oportunidad de asistir a una de las últimas actividades estrictamente académicas del profesor Tierno Galván, por aquel entonces Alcalde de Madrid, además de aprender de insignes juristas de la talla de D. Antonio Hernández Gil, D. Antonio Torres del Moral, D. Joaquín Tomás Villarroya, D. Manuel Jiménez de Parga, D. Martín Bassols Comá o, incluso, un entonces joven catedrático de la Universidad de Sevilla llamado D. Javier Pérez Royo, entre otros. A lo largo de dos intensas semanas todos ellos abordaron, desde distintos puntos de vista ideológicos pero siempre con un enfoque jurídico, la institución de la monarquía constitucional española. La materia, teniendo en cuenta que solo había pasado algo más de un año desde el frustrado golpe de estado de 1981, resultó tan interesante y los ponentes, en general, tan amenos que a pesar del inevitable trasnoche no nos perdimos ni una de las sesiones.

Los acontecimientos recientes y su repercusión en los medios de comunicación han devuelto al debate político la cuestión monárquica y me han hecho rememorar aquellos días y algunas de las cosas que entonces se dijeron. Así, recuerdo que poco antes de la celebración del curso, el Centro de Estudios Constitucionales había editado una traducción que Tierno Galvan había realizado de la obra “Movimientos sociales y monarquía” de Lorenz Von Stein y que la tesis de la figura de la Corona como un auténtico poder moderador del sistema fue la que, con carácter general se caracterizó como una idea común a casi todas las intervenciones.

No está de más, para evitar caer en el análisis simplista y frívolo que encontramos en algunas declaraciones y artículos publicados estos días, que repasemos en este foro algunas cuestiones relacionadas con el fundamento de nuestra monarquía constitucional.

Así, en nuestra Constitución -que tras su ratificación por el pueblo español mediante referéndum, otorga a la Corona la misma legitimidad democrática que a las restantes instituciones constitucionales- de acuerdo con lo previsto en sus artículos 56 y siguientes, la Corona adopta el rol de “poder moderador” y de esta manera el Rey no solo simboliza la unidad del Estado sino que se le otorgan atribuciones para impedir que el apasionamiento de los conflictos, entre los grupos políticos, pudiera llevar a la destrucción del sistema. Efectivamente, el Rey arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones y actúa, en palabras de Martínez Sospreda, como un factor de equilibrio del funcionamiento del sistema de gobierno que, suavizando los roces institucionales, facilita la coordinación de sus diversas instancias. Parafresando a Von Stein, sería “el poder moderador natural”, por encima de todas las clases sociales y defensor de la “verdadera libertad social”.

Por otra parte, su carácter histórico la configura como un elemento de integración y unidad del Estado, en este sentido la Corona simboliza a la comunidad toda y es un recuerdo de la antigua distinción entre el concepto del Estado –que simboliza la unidad, desde el punto de vista jurídico-político- frente a la sociedad, que expresa la diversidad de grupos sociales con sus inherentes pugnas de poder. Así el Rey, como Jefe del Estado, representa la unidad y la inmutabilidad, mientras el Presidente del Gobierno es la expresión de la política contingente y está sometido a los cambios derivados de la variación en el régimen de mayorías parlamentarias.

La Corona, además tiene una función simbólica, como primera figura de la sociedad nacional, como personificación del Estado y como magistratura moral. En este sentido, no solo representa lo que España es hoy en día sino que, a través de la continuidad de su linaje, proyecta en todos los ámbitos, tanto dentro del país como internacionalmente, lo que esta Nación ha sido en la historia del mundo. Este rol no es baladí y aunque puede apreciarse más fácilmente en supuestos anecdóticos -como sucedió con el reconocimiento general de su autoridad cuando el Rey de España interrumpió en el uso de la palabra a un conocido presidente latinoamericano en una conferencia internacional, cuando éste lo ejercía a destiempo- también se manifiesta en ámbitos más discretos y relevantes.

Así pues, en nuestra monarquía constitucional, el monarca cumple la función de representante de la comunidad por encima de las clases sociales, grupos de intereses o diversidades étnicas o lingüísticas. Pero no debemos ser ingenuos, el Rey también es un hombre y para asegurar este cometido hay que dotar a la institución de condiciones de riqueza, respeto y dignidad en forma que quede al margen de apetencias y ambiciones comunes a sus súbditos, como señala Von Stein: “…hay que darle más de lo que pueda disfrutar, a fin de que al menos para él, personalmente, ya no tenga valor alguno aquello por lo que otros se afanan. Hay que colocarle tan alto que, al menos para él las cosas humanas ya no aparezcan en su valor individual, sino solo en su valor general…” Así, “no teniendo ya absolutamente otro interés, el interés único que aún le inspira es precisamente llegar a ser el Estado mismo”. Esta necesidad es la que solventa la previsión contenida en el art. 65.1 de la Constitución y que, desde algunos sectores tanto se discute.

En cualquier caso, al margen de los planteamientos teóricos, ejercer como Rey de un pueblo de hombres libres como es el nuestro resulta, sin duda, un oficio difícil, aunque durante muchos años en España hayamos disfrutado de un monarca que, gracias a su buen desempeño, ha conseguido hacerlo parecer fácil. Como hemos visto, el ámbito de actuación que la Carta Magna determina para nuestra monarquía constitucional, dada por otra parte la relativa ambigüedad del alcance de sus funciones concretas, se centra sobretodo en el ejercicio de un liderazgo moral que se basa mucho más en la autoritas que en la potestas.

En este sentido, aunque a lo largo de los años la personalidad carismática de Don Juan Carlos y su buen hacer ha centralizado en su persona la institución monárquica, los acontecimientos que estamos viviendo estos días nos recuerdan que la Corona como institución trasciende, en determinados ámbitos, la persona del Rey, de manera que las actuaciones que realicen otros miembros de la Familia Real tiene su incidencia no solo cuando se ejercen por delegación sino, incluso en muchas ocasiones, cuando se realizan en lo que pudiera entenderse como esfera privada. Efectivamente, si estas actuaciones no alcanzan el nivel de excelencia ético que en cada momento la sociedad establece como mínimo, tendrán consecuencias en la percepción que esa sociedad tenga de la institución misma y, al afectar a su autoridad moral, también lo harán respecto a su propia capacidad para ejercer eficazmente las altas e importantes funciones que tiene encomendadas.

Últimamente, algunos constitucionalistas como Jorge de Esteban, abogan por la aprobación de una Ley Orgánica que desarrolle la Constitución en lo que se refiere a la institución monárquica. Sin embargo, a mi juicio, esta posibilidad es cuando menos dudosa en términos jurídicos pues la institución de la Corona no aparece como una de las materias que fueron incluidas ni en el ámbito de aplicación del artículo 81.1 del texto constitucional donde se establece que “son Leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución”, ni tampoco ningún otro precepto realiza una remisión expresa a un posible desarrollo medi
ante Ley Orgánica. Es más, como recoge Linde Paniagua (Leyes Orgánicas, Madrid, 1990, pags. 18 y ss.) mientras que en el primer anteproyecto de Constitución se consideraban como leyes orgánica las relativas “…a la organización de las instituciones centrales del Estado…”, entre las que podrían considerarse incluida a la Corona; sin embargo, a partir del Texto surgido de la Comisión Mixta Congreso-Senado esa mención expresa desapareció, de lo que se desprende que la voluntad del constituyente era la de evitar un mención genérica que abarcara a la Corona y optó por prever de forma expresa, institución por institución, cuales de las instituciones centrales del Estado debían ser reguladas de esta manera.

Por otra parte, la determinación de que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad contenida en el art. 56.3 y la facultad reconocida constitucionalmente en el art. 65 para que distribuya libremente su dotación presupuestaria y pueda nombrar del mismo modo a los miembros civiles y militares de su Casa, limitaría mucho el ámbito de vigencia de esa posible Ley Orgánica respecto a los objetivos que, dadas las circunstancias, ahora se pretenden.

Sin embargo, resulta ineludible actuar de modo que la autoritas de la Corona se mantenga, no solo en el momento presente, sino sobretodo de cara a una futura, y tarde o temprano inevitable, sucesión. Preservar esa autoritas es requisito ineludible para que la institución sea eficaz y pueda mantenerse en el tiempo.

Tal vez, dadas sus peculiares características, la Corona sea un campo particularmente adecuado para ensayar en ella un moderno mecanismo de autorregulación: un Código de conducta donde, respetando la inviolabilidad y la no sujeción a responsabilidad del Rey, se establezca el estándar de conducta de las personas que conforman la Familia y la Casa Real.

El progresivo auge de los códigos éticos de conducta tiene su origen en la cultura corporativa anglosajona, donde la ausencia de un intenso marco regulador determinado por las leyes, ha hecho necesario un impulso autorregulador de las grandes corporaciones en una suerte de ejercicio de autocontrol. En el ámbito de las instituciones y adminsitraciones públicas también se ha considerado este modelo como aplicable, como he tenido ocasión de comentar en alguna otra ocasión (ver aquí). El impulso público a éste tipo de códigos se ha verificado también cuando las organizaciones han de actuar en entornos en donde no existe un marco jurídico al que sujetarse. Dejo en el aire esta propuesta cuya iniciativa y desarrollo debería corresponder, como es lógico, a la Casa Real.