El guapo entre los guapos; la tersa tableta de chocolate por la que perdía la cabeza Geena Davis en Thelma&Louise; aquél que inspiró millones de leyendas de pasión entre las féminas de medio mundo. Ése, cumple cincuenta años. 50. Cinco veces diez.
Ni siquiera Brad Pitt se escapa de las garras del paso del tiempo. A pesar de que a él, y a los de su extraña especie, las patas de gallo no sólo no les resta un ápice de atractivo respecto al género femenino sino que, muy al contrario, les supone un valor añadido. Las comparaciones son odiosas.
Nada sabe Brad Pitt de la barriguilla cervecera, de la nostalgia de ver cada vez más pelos prófugos de aquella melena que te otorgó el premio al mejor movimiento de cabeza al salir de la piscina en el verano del 86; de las resacas insufribles a partir de la quinta caña; de silbar sin darte cuenta la melodía de Pepa Pig en el ascensor de la oficina cuando ya no sabes ni cómo anda el precio de mercado de las entradas a un concierto.
¿Y ya está? ¿Eso es todo? Según los expertos en psicología y sexología esa es la principal pregunta que taladra la conciencia de los hombres al ver que los cincuenta se aproximan sin ánimo de amilanarse. Frustración ante los sueños que se quedaron en la cuneta, mientras el marcador sigue reduciendo el tiempo que resta de partido para poder llevarlos a cabo.
O, peor aún, la falta de metas después de haberlas conseguido todas. Aunque no hayan salido como esperabas: tienes hijos, pero en vez de ser guapos y prometedores profesionales (como Brad Pitt) son unos tontos adolescentes llenos de granos, cuyo dentista te saquea la pasta todos los meses con la revisión de los brackets. Por una conversación inteligente entienden un “mmmmmmmmm” mientras juguetean a un ritmo frenético con su smartphone. O mejor dicho, TÚ smartphone. Porque todavía se lo estás pagando. Como los gayumbos, que le asoman de los pantalones.
No. A Bratt Pitt esto no le pasa. Él llega a casa y tiene a miles de fans en la puerta para subirle el ánimo, una piscina de mármol dónde desestresarse de un día duro, tu soñada Harley Davidson para pasearse por Rodeo Drive, una acogedora cabaña en Aspen para pasar el fin de año esquiando y a Angelina Jolie preparándole la cena. Bueno, quizá la cena no, pero como es una paranoica fantasía autodestructiva generada por tu mente para recrearte en lo dramático de la metamorfósis que supone llegar a la mediana edad, puedes permitirte esta licencia.
Todo tiene un porqué
Según los psicólogos, lo que te ocurre tiene una razón. En ocasiones, las transiciones que se experimentan en estos años, como el envejecimiento en general, el fallecimiento de los padres o el incumplimiento de las expectativas juveniles, pueden disparar tal crisis. El resultado puede reflejarse en el deseo de hacer cambios significativos en aspectos clave de la vida diaria o situación, tales como el trabajo, el matrimonio o las relaciones románticas.
Es en este punto cuando recuerdas lo ridículo que te parecía hace unos años tu colega Paco. Estúpido narcisista en decadencia, embutido en una chupa de Belstaff mientras salía del Porsche Cayenne que no iba a poder pagar. Claro, que eso no lo sabía la inocente azafata rubia que conoció en el congreso de gestores el mes anterior y que esperaba a que le abriera la puerta. Como si a sus veinticinco años le costase salir del vehículo.
No. Ese panorama tampoco te seduce. Tampoco son tantas las facturas que tienes pendientes ni la barriga tan grande. Ni tu hijo tan tonto. Ni tu mujer está tan rancia. Ni tu cabeza tan calva. Es sólo el miedo a una nueva etapa, te dices.
A demás ¡Tampoco con veinte años encandilaste a Telma ni a Louisse!