Un estudio de la Universidad de Washington aporta pruebas de que las normas y prejuicios de género modernos en Europa tienen profundas raíces históricas que se remontan a la Edad Media y más allá.
Los hallazgos, publicados en la revista ‘Proceedings of the National Academy of Sciences’ (PNAS), ponen de relieve por qué las normas de género se han mantenido obstinadamente persistentes en muchas partes del mundo a pesar de los importantes avances logrados por el movimiento internacional en favor de los derechos de la mujer en los últimos 100-150 años.
Utilizando los registros dentales de más de 10.000 personas procedentes de 139 yacimientos arqueológicos de toda Europa, los investigadores descubrieron que los individuos que viven en zonas que históricamente han favorecido a los hombres en detrimento de las mujeres muestran hoy más prejuicios a favor de los hombres que los que viven en lugares donde las relaciones de género eran más igualitarias hace siglos, lo que demuestra que las actitudes de género se «transmiten» o pasan de generación en generación.
Estos prejuicios sobrevivieron a cambios socioeconómicos y políticos monumentales, como la industrialización y las guerras mundiales. Sin embargo, los investigadores hallaron una excepción a la regla: en las regiones que experimentaron un reemplazo de población abrupto y a gran escala –como una pandemia o un desastre natural– la transmisión de estos valores se interrumpió.
«La edad media de los esqueletos de este estudio es de unos 1.000 años y se remonta a la época medieval. Por tanto, es notable que los patrones de sesgo de género que existían en aquella época y antes se sigan reproduciendo en las actitudes contemporáneas –afirma en un comunicado Margit Tavits, catedrática de Artes y Ciencias de la Universidad de Washington–. Dados los enormes cambios sociales, económicos y políticos que han tenido lugar en Europa durante este tiempo, nuestros hallazgos hablan del poder de la transmisión cultural de las normas de género».
La increíble estabilidad de estas normas a lo largo de cientos, si no miles, de años explica también por qué en algunas regiones ha sido difícil mover la aguja hacia la igualdad de género.
«Se ha extendido la creencia de que las normas de género son un subproducto de factores estructurales e institucionales como la religión y las prácticas agrícolas –apunta Tavits–. Nuestras conclusiones llaman la atención sobre el hecho de que las normas de igualdad de género transmitidas de una generación a otra pueden persistir aunque las instituciones o las estructuras incentiven la desigualdad, y viceversa».
«Para quienes trabajan para fomentar la igualdad de género, el mensaje de nuestra investigación es que las normas y las políticas no van a ser suficientes para socavar las creencias sexistas profundamente arraigadas y mantener las igualitarias –continúa–. También debemos abordar las fuerzas culturales que canalizan estas creencias».
Investigaciones arqueológicas anteriores han utilizado las hipoplasias lineales del esmalte –lesiones permanentes en los dientes causadas por traumatismos, malnutrición o enfermedades– para analizar la igualdad de género en la prehistoria.
Dado que las lesiones se forman exclusivamente en casos de estrés corporal sostenido, su presencia o ausencia puede decir mucho a los investigadores sobre la salud y las condiciones de vida de la persona. Además, las diferencias entre dientes masculinos y femeninos en el mismo lugar son un indicio de qué sexo recibía un trato preferente en términos de atención sanitaria y recursos dietéticos en aquella época.
Según Tavits, estudiar las normas de género en Europa resulta ventajoso dada la relativa similitud de diversas condiciones institucionales y ambientales en toda la región. Esto permitió a los investigadores controlar factores que podían afectar a las actitudes de género modernas, como la religión y las instituciones políticas.
Dado que las diferencias en las actitudes de género son bastante pequeñas en todo el continente, en comparación con el resto del mundo, este escenario también estableció un listón más alto para detectar asociaciones significativas entre las actitudes históricas y contemporáneas.
Sin embargo, una y otra vez, los investigadores encontraron pruebas de esta asociación. Por ejemplo, las personas que vivían en una zona históricamente igualitaria tenían un 20% más de probabilidades de tener actitudes favorables a las mujeres que las que vivían en zonas históricamente más favorables a los hombres.
Otras pruebas demostraron que el sesgo histórico de género no predecía las actitudes de género modernas de las poblaciones inmigrantes. Los investigadores tampoco encontraron pruebas de que el sesgo histórico de género influyera en las actitudes contemporáneas en las zonas más afectadas por la peste bubónica del siglo XIV.
Por último, se fijaron en Estados Unidos, donde la llegada de los colonos europeos en el siglo XVI provocó el desplazamiento a gran escala de los nativos americanos. Una vez más, no encontraron ninguna relación entre las normas de género históricas y las actuales.
«En conjunto, estos resultados respaldan la idea de que los prejuicios históricos persisten porque se transmiten de una generación a otra y sólo se producen cuando no se interrumpe la transmisión entre generaciones. Nos sorprendió que surgiera una relación tan clara», afirma Tavits.
En el artículo, Tavits, y sus coautores, los estudiantes de doctorado Taylor Damann y Jeremy Siow, destacan dos yacimientos arqueológicos para ilustrar cómo el trato histórico opuesto a las mujeres en relación con los hombres se refleja en las actitudes de género actuales.
En el primer yacimiento, situado en Istria, un pequeño asentamiento urbano griego a orillas del Mar Negro, en la actual región rumana de Dobruja, los investigadores hallaron pruebas de un sesgo favorable a los hombres en los registros dentales históricos que datan de alrededor del año 550 d.C. De los 49 esqueletos de los que se pudo extraer información sobre sexo y dentadura, el 58% de las mujeres mostraban signos de desnutrición y traumatismos en los dientes, mientras que sólo el 25% de los hombres los tenían.
Según los autores, el estatus de hombres y mujeres en la sociedad actual ha seguido siendo relativamente desigual en la región sudoriental de Rumanía, según los indicadores modernos de igualdad de género. Por ejemplo, señalan, sólo el 52,5% de las mujeres participan en el mercado laboral, frente al 78% de los hombres, y sólo el 18% de los representantes en el consejo municipal moderno son mujeres.
Las creencias de la población sobre las normas de género son igualmente desiguales, escriben. Más de la mitad de los residentes creen que los hombres tienen más derecho al trabajo que las mujeres y hay casi consenso (89%) en que una mujer debe tener hijos para sentirse realizada.
Contrasta esto con Plinkaigalis, una comunidad rural del actual oeste de Lituania formada por una población de bálticos. A diferencia de Istria, Plinkaigalis favorecía la salud de la mujer. De los 157 esqueletos de este yacimiento -que también data del año 550 d.C.-, el 56% de los varones presentan signos dentales de traumatismo y desnutrición, mientras que sólo el 46% de las mujeres. Otros estudios también han hallado pruebas de que las normas de género eran favorables a las mujeres.
En la era moderna, esta localidad, ahora llamada Ke dainiai, sigue siendo relativamente igualitaria en cuanto a género. Los niveles de empleo en Lituania occidental no varían mucho según el sexo: 76% de hombres frente a 72,7% de mujeres.
«En resumen, los paralelismos entre las normas de género históricas y modernas en estas dos localidades son tajantes y concuerdan con nuestro argumento sobre la persistencia», escriben los autores.