El pasado 20 de marzo las oficinas principales de BMW en Munich fueron allanadas por la policía alemana debido a sospechas de que el fabricante habría instalado dispositivos trucados para pasar las pruebas de emisiones contaminantes en 11.400 vehículos diesel. En su defensa, BMW alegó que el software no había sido instalado en la fábrica sino colocado “por error” durante “revisiones posteriores en talleres”. Aunque no se conocen todos los pormenores, el caso podría convertirse en un mini-dieselgate para el fabricante bávaro.
El incidente ocurrió un día antes de la presentación de resultados de la marca, durante la cual BMW anunció un ambicioso plan de electrificación de vehículos para el medio y largo plazo. Si todo marcha sobre ruedas, habrá 25 nuevos modelos eléctricos de BMW antes del 2025, una nueva generación cuya nave insignia es el modelo i4 (a.k.a. BMW iNExt) que se lanzará al mercado en 2020.
Según asegura el CEO de BMW, Harald Krüeger, la autonomía de esta berlina eléctrica podría llegar a 700 Km y su velocidad máxima a 200 Km/h. Por alucinantes que parezcan, estos atributos son sin duda más verosímiles que los logros en reducción de emisiones que proclama Krüeger cuando afirma que “en Europa, alcanzamos una producción libre de emisiones de dióxido de carbono (CO2) por primera vez en 2017”. Siguiendo el relato de BMW, el plan de electrificación permitirá extender este logro “a nivel mundial en 2020”. Dada la investigación policial en curso, este discurso parece reflejar una ambigüedad moral en material medioambiental.
Los conflictos entre los intereses de las empresas y los de la sociedad son desde luego habituales. Sin embargo, hoy las compañías minimizan este riesgo a través de políticas de responsabilidad social corporativa, evitando caer en el doble rasero o peor aún, en la descarada indiferencia. Si esto falla, queremos pensar que las autoridades competentes y los reguladores estarán ahí para hacer su trabajo, aunque no siempre actúen con la rapidez y contundencia que de ellos se espera.
Por ejemplo, a Volkswagen le ha salido caro el dieselgate. Ha desembolsado desde 2016 hasta hoy unos 25.000 millones de euros en multas e indemnizaciones; cifra que no compensaría los daños causados, según ciertas ONGs. De igual manera los bancos americanos JPMorganChase y WellsFargo fueron condenados a pagar multas milmillonarias tras demostrarse, varios años después de la crisis, que incurrieron en prácticas fraudulentas al comercializar sus productos hipotecarios.
A principio de este año se destapó el escándalo de los experimentos para determinar el efecto de las emisiones de motores diesel en monos y seres humanos financiados por los cuatro grandes de la automoción alemana (Volkswagen, Mercedez-Benz, BMW y Daimler). Este caso destaca un rasgo curioso del affaire BMW y en general de los escándalos de los fabricantes alemanes: un aparente escepticismo acerca del efecto perjudicial de las emisiones.
En efecto, estos extravagantes experimentos intentaban demostrar que la inhalación de gases como el CO2 y el dióxido de nitrógeno (NO2) no era dañina para el ser humano. En palabras de la canciller alemana, Ángela Merkel: “los fabricantes deben dedicarse a reducir las emisiones, no a intentar demostrar que no causan daño”. El mercado a veces pasa factura a este tipo inconsistencias. Tal vez ello explique que BMW descendiera desde el segundo al tercer puesto como la marca de automoción más valiosa del mundo en 2017.