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La editora de Cuadernos del Laberinto, Alicia Arés, contesta a esta entrevista

Jorge Luis Borges escribió: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio y el telescopio son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa. El libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”. 

Alicia Arés, editora de Cuadernos del Laberinto, desde 2006, se dedica a crear libros. Una profesión en la que se mezcla la pasión, la cultura, los conocimientos técnicos y el negocio. El canal gracias al cual escritores y lectores se encuentran y entablan una relación a distancia que en muchos casos dura toda una vida. Ese es el milagro de los libros y, quienes lo llevan a cabo, son los editores.

Esta editorial madrileña nació con el propósito de dar a conocer a poetas contemporáneos, pero con el tiempo se ha convertido en referente de otros muchos géneros, como es el hardboiled, la literatura de diplomáticos o el ensayo. Actualmente, es considerada como una editorial de culto para quienes buscan literatura independiente y ediciones cuidadas.

¿Ser editor en un país como el nuestro, en el que aún se lee bastante poco, es una locura?

—Probablemente sí. Pero el mundo sería un lugar mucho más aburrido sin los locos. Y más cuadriculado. Cuando uno elige ser un loco, la locura se vuelve placentera.

—¿Qué se siente cuando cae en tus manos un manuscrito, comienzas a leerlo y piensas: “Este sí”?

—Imagino que algo parecido a lo que sentiría un explorador que llega a un lugar que nadie ha pisado antes. Te sientes un privilegiado. Y estás deseando que todo el mundo conozca esa pequeña maravilla que has descubierto.

—¿Uno se hace editor por amor a la literatura?

—Es indudable que mi trabajo parte de una vocación y de una constante en mi vida: los libros, que siempre han estado presentes en mi entorno, en mi relación con la sociedad y en mis casas.

La literatura siempre ha formado parte de mi vida. Muchos de mis recuerdos de infancia están ambientados en habitaciones llenas de libros. Tengo la fortuna de que mis padres cuidaban con esmero su biblioteca, y cada nuevo volumen que entraba en casa ocupaba su espacio y su respectivo comentario. Los recuerdos que guardo con más cariño de mi niñez son aquellos en los que acompañaba a mi padre a anticuarios y libreros de viejo en busca de primeras ediciones de poesía dedicadas por los autores o la excursión anual a Madrid a pasar el día en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Recoletos. Con apenas ocho o nueve años, podía recitar sin dudarlo un listado de 20 o 20 poetas, ya que eran conversaciones que escuchaba en las tertulias a las que acompañaba siempre a mi padre.

De hecho, me cuesta imaginar un hogar sin libros. Soy negativamente sensible a este tipo de cosas, no lo puedo evitar. Juzgo por estos detalles. Cuando voy a otras casas, me gusta cotillear y repasar las bibliotecas de sus moradores. Los libros, sin duda, dicen mucho de su dueño.

Recuerdo que de niña, solíamos comentar lo raro que nos parecían los vecinos porque el único anaquel que tenían era la guía telefónica. Aún me sigue pareciendo desconcertante una vivienda sin libros, a pesar de haber conocido ya muchas. Tengo la impresión de que los libros nos protegen; y si los leemos, entonces, nos mejoran.

Fundaste Cuadernos del Laberinto junto a tu padre, Luis García Arés, en el año 2006. ¿Qué os impulsó a embarcaros en el mundo editorial?

—Cuadernos del Laberinto nació en Ávila para llenar ese vacío editorial que había en la ciudad donde vivíamos. Era triste comprobar cómo escritores con gran talento no lograban publicar o difundir sus obras debido a que la vida cultural estaba monopolizada por un único poeta (por cierto, pésimo pero con muchas horas de pasillo y trueque de premios). Mi padre y yo decidimos lanzarnos al vacío y fundar una editorial para dar cabida a «esos renegados» que no querían hipotecarse a las condiciones del cacique de turno. Rápidamente, comprobamos la gran aceptación que tuvo la idea. Empezamos a recibir muchos originales y a entablar contacto con escritores de gran talento en la misma situación.

—¿Cómo fueron vuestros inicios?

—Comenzamos con humildad, por eso llamamos a la editorial «Cuadernos del Laberinto», ya que los primeros títulos que lanzamos no podían llamarse libros porque eran unos cuadernillos de no más de 20 páginas con traducciones de poetas muy significativos. Empezamos por Alfred Tennyson y su Crossing the bar, con prólogo y traducción de mi padre, Luis García Arés.

Crossing the bar es una de las más sentidas composiciones líricas de este autor inglés, que habla sobre la cercanía de la muerte, y él mismo solicitó que figurase siempre como colofón de cualquier recopilación antológica de sus obras.

En breve queremos reeditarlo, ya que está agotadísimo.

Visto con la objetividad que da el paso del tiempo, veo que todo lo que pasó entonces fue una gran fortuna. Aunque no conocíamos el mundo editorial, sí sabíamos perfectamente qué era un buen libro, tanto desde el punto de vista literario como estético. Como decía Juan Ramón Jiménez: «El mismo libro se lee de manera diferente en diferentes ediciones». Y teníamos en nuestra propia casa una biblioteca de diez mil libros que nos servía de ejemplo para ver cómo se deben hacer bien las cosas. Nada como aprender de los grandes. Ya lo decía Chandler: «Analiza e imita».

Los errores que pudimos cometer, que por supuesto los hubo, se difuminaron con la pasión y devoción que sentíamos. 

—¿Una lección que todo editor debe recordar? 

—Tener los pies en la Tierra, no olvidar que una editorial es un negocio y, como tal, debe ir encaminado a ganarse la vida con ella. Por tanto, no se puede pretender que todo el catálogo sea de diez. En todas las editoriales —en todos los trabajos— hay que tragar con contrariedades, hay que pagar facturas y devolver favores. No todos los siglos nace un Cervantes.

—¿Cuándo empezasteis a pensar que el proyecto se consolidaba?

—Hubo un antes y un después tras la publicación de Enésima hoja. Hay que tener en cuenta que salió en 2012 y fue una especie de revolución, ya que por aquel entonces, a diferencia de ahora, había muy pocas antologías de poesía femenina.

Con este libro todo fue perfecto. El prólogo lo escribió Jesús Ferrero, un autor que me marcó de adolescente con su novela Opium. Recuerdo que cuando le llamé por teléfono para comentar el prólogo, me sentía tremendamente ruborizada por hablar con un autor de un talante tan excepcional y al que admiraba desde hacía años.

Llegamos a vender cinco ediciones —unos cinco mil libros, que para nosotros era un récord— y construimos un volumen muy representativo de la nueva poesía escrita en castellano por mujeres. Aún sigue siendo uno de los libros más reclamados por los lectores y gracias a esa antología empezamos a ser muy conocidos en los entornos poéticos.

Otro momento clave fue cuando Jaime Alejandre «me adoptó» como su editora para los recitales que organizaba, los llamados «Hazversidades poéticas». Aprendí mucho e hice grandes amistades.

Fue un momento dulce que se tiñó de amargura por el fallecimiento de mi padre. He pensado mucho en lo que hubiésemos disfrutado juntos con todo lo que vino a continuación.

Quizá por eso publicar su obra, aunque sea de forma póstuma, me llena de vida y orgullo. Personalmente, estoy enamorada de la edición de Gratia Plena, la poesía amorosa de mi padre, Luis García Arés. Aparte del orgullo de hija, siento una alegría enorme al comprobar que sus ventas han sido muy buenas y que el libro ha gustado mucho. Creo que esto significa que cada vez se genera más interés por la métrica y la rima clásica y que además existe un retorno a la espiritualidad y a las cosas bien hechas.

—¿Eres editora a tiempo completo?

—El trabajo de editora es una labor de 24 horas al día. Siempre estás pensando en las novedades del mes, en ese manuscrito del que te has enamorado o en el diseño de una cubierta. Más que un trabajo es un oficio. La pasión ayuda y es la base, pero la experiencia es lo que te forja. Se necesita educar al oído, a la vista, al gusto. Todos los sentidos se desarrollan con el sobreuso. Y ser editora requiere, efectivamente cierta técnica, pero es algo empírico que se va perfeccionando.

—Cuadernos del Laberinto se centra en libros de poesía. En tu opinión, ¿qué la hace distinta a otro tipo de editoriales?

—El lector de poesía es especial y diferente al de otros géneros, es un rara avis. La poesía no admite malos ingredientes. O es buena o no es poesía. En poesía está todo inventado. No se trata de ser original, no es eso. No confundamos un verso con un chascarrillo o una idea ingeniosa. La poesía habla de la condición humana, y eso es algo que no varía con los siglos.

—¿Cuáles son las principales dificultades a las que se enfrenta una editorial independiente?

—Sin duda, la tiranía del mercado.

Hoy en día existe fecha de caducidad en todos los productos, incluidos los libros. Me refiero a que las mesas de novedades en las librerías duran unos días, y si no se venden en ese plazo, se devuelven. Actualmente, un libro tiene una caducidad menor que un yogur.

Ante esto, lo ideal es lograr ser literatura de fondo y no de temporada. Vamos, el sueño de cualquier empresa.

—¿Cómo afecta a una editorial el movimiento actual en el que parece que hay que ser políticamente correcto a toda costa? ¿Cómo afecta esto al catálogo, a los títulos y autores que decide publicar?

—Nosotros nos atenemos a las directrices de la RAE. En ortografía es fundamental tener normas. Esto nos ha costado más de un disgusto. Recuerdo el caso de un autor que revocó el contrato y me escribió un email llamándome fascista porque le había corregido faltas de ortografía, y según él, le estaba coartando su libertad y censurando su voz artística.

Claro que me asusta esta manipulación del pensamiento, pero sobre todo me molesta que esta falsa pátina de «buenismo» logre imponerse de forma ridícula en la cultura, como es el caso del lenguaje inclusivo.

Otra cosa que me envenena es la persecución que existe hoy en día hacia ciertos autores por hechos de su propia vida. Es un error confundir la obra con las acciones e infravalorar la misma. Por ejemplo, Konrad Lorenz era un nazi declarado, pero si lees Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros, conocido también como El anillo del rey Salomón no puedes dejar de reconocer su genio y clasificarlo como una obra maestra. Este mismo caso podría referirse a Louis-Ferdinand Céline o Knut Hamsun.

Mi amigo, Jesús Urceloy, dice —muy acertadamente— que los libros son un antiviral estupendo contra la idiocia, que es la enfermedad más terrible de cualquier sociedad.

—¿Qué supone el libro digital para una editorial como Cuadernos del Laberinto?

—El lector medio de poesía es culto; orgulloso de tener la casa llena de libros. Son personas que buscan la sensación de la lectura en papel, la lectura pausada que ello conlleva. Por eso nosotros hemos dejado de publicar e-book y solo editamos en papel.

—¿Cómo valoras el nivel medio de las editoriales españolas? ¿Alguna editorial cuyo trabajo te guste especialmente?

—Siempre he sentido admiración por la editorial Renacimiento y su gran almacén de librería de viejo. Ubicada en Sevilla, y dirigida por Abelardo Linares, quien, entre otras cosas notables, compró la colección del librero Eliseo Torres, de Nueva York, con más de un millón de libros. Muchos de ellos, primeras ediciones. Además, fue el editor que creyó en La Caja de Plata, de Luis Alberto de Cuenca, a quien adoro y admiro profundamente.

—¿Cómo es vuestra relación con las imprentas?

—Hay que aclarar algo que para nosotros es muy obvio, pero que notamos que genera confusión en los neófitos. El mundo del libro se sostiene sobre cuatro patas: las editoriales, las distribuidoras, las librerías y las imprentas. Son negocios diferentes, pero muy vinculados y que se sustentan entre ellos. A lo largo de estos 15 años de existencia, hemos trabajado con bastantes imprentas. Inicialmente, te limitas a requerir una buena relación calidad-precio, pero paulatinamente vas buscando un aliado que responda bien ante los problemas que, irremediablemente, surgen. Necesitas sus consejos profesionales sobre los tipos de papel o las novedades en las técnicas, la lealtad o el cumplimiento de los plazos, sin olvidar, por supuesto, esa relación calidad-precio.

Una imprenta que cumpla con todo esto es un as en la manga para cualquier editorial. Nosotros ahora trabajamos con Copias Centro, de Madrid, y estamos encantados.

—También realizáis lo que se suele llamar “libros de edición”, proyectos desarrollados por vosotros en torno a una temática, un acontecimiento o una idea. Recientemente, por ejemplo, habéis editado La Cruz del Valle, el libreto original de una zarzuela de Gustavo Adolfo Bécquer y Luis García Luna, bajo el pseudónimo de Adolfo García. ¿Cómo planificáis y desarrolláis esos proyectos?

—Estos trabajos nos fascinan porque difícilmente pudieran salir adelante si no dirigiésemos una editorial. Y nuestro entusiasmo se acrecienta cuando vemos que llegan a las librerías y tienen buena respuesta de los lectores. Entonces nos decimos: «¡Teníamos razón!».

Justamente de La Cruz del Valle sentimos mucho orgulloso, ya que somos muy pero que muy becquerianos. De hecho, uno de los cuadros que decora la sede de la editorial es el retrato de Gustavo Adolfo Bécquer, el que le que hizo su hermano Valeriano y que, posteriormente, figuraba en los billetes de 100 pesetas. Tenemos una parte sagrada de la biblioteca que es exclusivamente de su obra, como el libro príncipe que se publicó en 1871 de forma póstuma y fue sufragado por sus amigos.

Teníamos una deuda con Bécquer y queríamos dar a conocer este rarísimo libreto que escribió bajo pseudónimo junto a su amigo García Luna, y que compramos hace años en una librería de viejo.

Bécquer es nuestro padre espiritual, el padre de la poesía española contemporánea. Y como homenaje quisimos ofrecer a todos los becquerianos esta edición facsímil de una de sus comedias. Se trata de un libreto de zarzuela, con música del maestro Reparaz, que se estrenó en el madrileño Teatro del Circo el 22 de octubre de 1860.

Recuerdo que cuando se cumplió el 150 aniversario de su muerte —acaecida en Madrid el 22 de diciembre de 1870, a las 10 de la mañana— me acerqué justo a esa hora a la calle Claudio Coello, 7 (actual nº 25, piso 3º derecha), que fue donde sucedió el óbito. Estaba segura de que habría un montón de seguidores del poeta recitando sus versos o rezando como ofrenda. Llegué pronto a la cita y me sorprendió ver un grupo de unas cien personas. No me lo podía creer, estaba emocionadísima; hasta que al acercarme me di cuenta de que esa multitud estaba esperando para entrar a una clínica que hacía la prueba del COVID. ¡Nadie estaba allí por Bécquer! Intenté superar la decepción y entré en el portal, pero el portero me echó y no le interesó nada de lo que le contaba del gran poeta que había exclamado allí sus últimas palabras: «Todo mortal», justo antes de que en Sevilla (su ciudad natal) se produjese un eclipse total de sol.

—En cierto sentido, la reedición de La Cruz del Valle contribuye a la recuperación de nuestro patrimonio literario y cultural. ¿Qué crees que hay en vuestro trabajo de compromiso con la sociedad?

—No comulgo con esa bendición de considerarnos agentes intelectuales o sociales, aunque es cierto que hemos realizado una labor de recuperación del patrimonio cultural. Lo mismo ha pasado, por ejemplo, con la publicación de Palique Diplomático, de Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, que fue publicado por primera vez en dos series, en 1923 y 1928, y que ya resultaba dificilísimo de encontrar. Lo hemos reeditado en colaboración con La Valija Diplomática, una colección que dirige la Asociación de Diplomáticos Españoles, quienes hacen una labor cultural de primer orden.

Sinceramente, creo que nuestro quehacer es muy individualista y que parte de un deseo propio, aunque acabe beneficiando al resto de la sociedad.

—En Cuadernos del Laberinto también tenéis una colección de novela negra. Un género que, en principio, podría parecer antagónico a la poesía.

—Pues, aunque pueda parecer lo contrario, tienen más puntos en común de lo que parece. El ritmo, el uso de metáforas, la personificación… Además de que las dos tratan sobre temas eternos como la muerte, el deseo, la condición humana. Un ejemplo: “Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final”. Así termina El largo adiós, de Raymond Chadler. Una frase que también dio título a un libro de Osvaldo Soriano.

 —¿Qué tipo de novela negra es la que publicáis?

—En Cuadernos del Laberinto nos decantamos por la novela negra pura, más concretamente por el hardboiled. Tenemos la suerte de publicar a Julián Ibáñez, uno de los monstruos sagrados del género negro en España. Mejor que explicar aquí qué es el hardboiled, que se lean una novela de Julián Ibáñez y les quedará más claro. Publicamos autores que tengan un estilo propio, reconocible. No nos interesan las novelas correctas y pulcras, donde lo importante es saber la identidad del asesino. Queremos ir más allá, novelas negras que remuevan a los lectores, que les sacudan, que les dejen groguis durante unos días. No es fácil, porque el mercado no va por ahí. Se venden más los thriller de consumo rápido. Pero, como sucede con la comida rápida, son muy poco nutritivos, en este caso, intelectualmente. En el mundo hay más gente que bebe Coca-cola que vino de Rioja. Eso no quiere decir que sea mejor. Nosotros preferimos el Rioja.

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