La Europa que necesitamos

Desde Samarás y Rajoy a Merkel, pasando por el recién llegado Hollande, la frase que más se repite es la de "Necesitamos más Europa y creo que concordamos en eso".

A finales del pasado mes de junio, tras una agradable cena entre el francés Hollande y la alemana Merkel (y es que no se le puede negar el éxito que suelen tener los franceses con las cenas, solo equiparable al de los españoles con las tapas), declararon que ambos queremos profundizar la unión económica, monetaria y política futura para alcanzar la integración y la solidaridad".

 

El proyecto de unión de Europa no es una novedad, los modelos son múltiples, algunos de ellos de extremada crueldad y recientes. Desde la Europa de Carlomagno, al Tratado de Roma, pasando por la Europa de las universidades, la de Napoleón y la del Nacionalsocialismo, podemos clasificar distintos modelos de unión basados en idearios diversos e incluso dispares.

 

Desde la perspectiva exclusiva del modelo político resulta difícil encontrar un nexo de unión que justifique el saberse y sentirse europeo, y sin embargo este nexo, si bien cada día más difuminado sigue existiendo.

En su “Meditación sobre Europa” defiende Ortega y Gasset la tesis de una sociedad europea anterior a las naciones, y por supuesto a los Estados. Esta inicial sociedad europea estaba constituida por las mujeres y los hombres que habitaban el continente, e islas adyacentes, y que participaban de similares conocimientos y valores. La cultura europea no es por ello otra cosa que la forma de expresión de estos conocimientos y valores en la vida comunitaria.

 

Esta cultura europea tiene así mismo unas raíces, fáciles de descubrir por parte de cualquier observador honesto de la historia: el sentido de transcendencia que aportan las creencias judío-cristianas, lo que hace a toda persona sujeto de derechos y deberes, previos a cualquier organización social; el reconocimiento del papel que el uso de la razón tiene, para el progreso personal y social, fruto del pensamiento helenístico, lo que alienta a favor de la investigación y del progreso en todos los campos del conocimiento; y, finalmente, la certeza de la importancia del derecho, como instrumento de regulación de las relaciones interpersonales y sociales, en la salvaguarda de todo lo anterior, recibido de la civilización romana.

 

Desgraciadamente, estos valores comunes no se han correspondido, a lo largo de la historia del continente europeo, con acciones políticas coherentes con los mismos. Independientemente de las agresiones externas, los propios líderes europeos  se han movido, en demasiadas ocasiones, por mero afán de poder – u otros intereses – de clan o por ideologías surgidas en ocasiones del resentimiento o del egoísmo.

Superar esta dramática esquizofrenia es la que mueve a Robert Schuman, a Konrad Adenauer, a Jean Monet, a Alcide De Gasperi, y a otros a poner en marcha los cimientos del Mercado Común europeo.

 

El propio Robert Schuman ( http://www.robert-schuman.eu/doc/questions_europe/qe-204-es.pdf ), en 1963, ya manifiesta que “la integración económica (el primer paso dado por los “padres” de la Unión Europea) no se concibe a largo plazo sin integración política”, así como que “Europa, antes de ser una alianza militar o una entidad económica, tendrá que ser una comunidad cultural en el sentido más elevado de la palabra”.

Compartir valores similares – por parte de los ciudadanos europeos -, proponerse metas sociales comunes, en definitiva tener una misma perspectiva fruto de un pasado común, es esencial para el progreso de la unidad política y económica europea.

 

Lejos de esto, los líderes comunitarios, prácticamente sin excepción, en los últimos cuarenta años han venido renegando de las raíces que han configurado la cultura de Europa. Y el grave problema que va apareciendo es que resulta imposible renunciar al fundamento de los valores sin perder los mismos a medio y largo plazo.

Los valores judío cristianos han establecido, en Europa, la base de la igualdad de todos los hombres, independientemente de su raza, religión, nacionalidad, filiación política, e incluso de su estado físico o mental. Esta igualdad, cuyo fundamento moral no está en la procedencia genética de una Eva común, sino en el ser amados por un mismo Dios Creador, es la que impide la justificación ética del sometimiento de los “pobres” a los “ricos”, de los “menos inteligentes” a los “más inteligentes”, de los “enfermos” a los “sanos”, de los “débiles” a los “fuertes”,..

La unificación política debería seguir avanzando, el problema es que la misma no se logra a través de pequeños ajustes económicos. Los líderes europeos deberían reflexionar sobre cuáles deben ser los pasos realmente eficaces a dar.

 

Se pide solidaridad entre naciones, pero no existe solidaridad entre las personas, porque no somos capaces de “reconocernos” unas en otras, y es que cada vez tenemos menos valores en común, aunque hayamos ganado en “multiculturalidad” y en “alianza de civilizaciones”.

En 1979 fui cofundador y primer Secretario General de la Unión Paneuropea en España (UNPAE), cuya matriz internacional fue fundada por Coudenhove-Kalergi en 1946. Preconizaba la unidad política y económica de todos los Estados europeos, desde Polonia a Portugal.

 

Desde entonces mi percepción de la viabilidad de la unión política europea ha ido empeorando año tras año.

Con la pérdida de valores Europa pierde su identidad, y sus ciudadanos pierden los nexos espirituales entre sí, subsistiendo meramente los intereses comerciales, hasta que los mismos dejen de ser interesantes, momento al que estamos llegando inexorablemente.

¿Soluciones? Demasiado complejas para una generación, salvo que se produzca una “conversión” a lo Constantino, o como la que produjo la caída del Muro.