Hay que ver cómo le pueden cambiar a uno los principios en cuestión de años, incluso de meses. Y cómo tenemos nuestra moral adoctrinada para creernos que somos nosotros los culpables de esas inconsistencias. Cuando a lo mejor, por una vez, echar balones fuera sería lo más adecuado.
Esto se lo cuento a ustedes mientras me repongo de una de esas lecturas que quitan el hipo sobre cómo se las gastan bien cerca de Davos, en una localidad de 19.000 habitantes llamada Zug, donde hay 29.000 empresas entre las que se cuentan 500 sedes globales de multinacionales. Están allí porque su tipo impositivo es del 15% para empresas y un máximo del 23% para la renta personal, como presume de manera ufana su viceprimerministro (pues tienen Gobierno y toda la vaina), Robinson Gianni Bomio.
Hace años eso que les digo quizá me habría escandalizado. No sé si en el resto del mundo los poderes públicos atufan a corrupción tanto como aquí. Siempre bromeo con que si este país tal, este país cual, o este país pascual. Pero en el fondo me temo que la enfermedad que liga corrupción a poder es global, sin colores políticos ni fronteras. Así que es lógico, de la lógica más elemental, que si uno puede evitar dar de comer a la bestia que todo lo traga a cambio de ser una mafia legal, acabe evadiendo todo lo que pueda. De hecho, cuanto más evaden, más amigos son de los corruptos. Es decir, de los que mandan. Por algo será.