Los esfuerzos del Banco Central Europeo para que la engañifa happy flower del euro no se vaya al garete son encomiables. Quién puede negar algo así. Pero mucho me temo que desde hace tiempo lo que está en juego no es la estabilidad del euro. Al menos, no como mera moneda de cambio.
Se dice que cuando alguien señala una estrella en el firmamento, solo el tonto se fija en el dedo. Y algo así creo que es lo que sucede en los ámbitos de decisión de la UE respecto al euro. Se repite como un mantra que una moneda única está cargada de valores inherentes sin los cuales estaríamos perdidos, pero en la mayoría de los casos el mensaje no viene acompañado de una revisión crítica de la función cohesionadora que debe aportar el euro. Hace 10 años los fuegos de artificio valían para tener fascinados a más de 300 millones de súbditos. Hoy ya no.
Una moneda única es fuerte en tanto lo es la capacidad de sus instituciones de fomentar la modernización de su tejido empresarial. Una receta básica que es incompatible con las broncas de salón que se gastan en las negociaciones sectoriales y en las alianzas entre países. Las estructuras supranacionales, si no crean economías de escala saneadas, son simples becerros de oro. Como lo es la nueva bajada de tipos de interés: pan para hoy, pero hambre para mañana. El problema no es de imaginación, sino de las miras autocontemplativas de los socios de esta Europa ombliguista.