Resulta tierno hasta decir basta que se nos venda el incremento de la deuda pública a niveles nunca antes alcanzados como el resultado de una progresión mecánica, como fruto de una mano invisible o como consecuencia no deseada de supuestas decisiones estratégicas que fueron inevitables.
No se nos puede olvidar, aunque sea viernes y el cuerpo pida labores de poca enjundia para el fin de semana, que la deuda pública es fruto directo de las decisiones tomadas por la clase gobernante para hacer unas cosas en detrimento de otras, con el dinero de usted y con el mío; con el dinero de todos, que graciosamente adelantamos al Estado en forma de impuesto sobre la renta cuales cheques de buena voluntad, y con el que la Hacienda pública y la dirigencia política determina en qué se gasta, en qué se invierte, y en qué se recorta.
Una deuda que en 2014 superará el billón de euros y se acercará así al 100% del PIB, cuando hace siete años partíamos de una cifra del 37% es simple y llanamente una operación de bandidaje camuflada de ejercicio legítimo del poder. Si después de incrementar la deuda en unos 660.000 millones tenemos 1,7 millones de familias con todos sus miembros en el paro, los dirigentes que lo han hecho posible deberían estar sometidos ahora mismo a juicios más severos que los de Nüremberg. Porque aquí ni siquiera ha habido eximente de obediencia debida, sino desprecio deliberado a la ciudadanía.