A veces tengo la sensación de que debemos volver a los orígenes. Pero a los orígenes de verdad. A esos de explicar, cual profesor en primero de Economía, que el Producto Interior Bruto no es una entelequia fruto del azar de los dioses, sino una forma de medir el crecimiento de un país.
En esa misma vuelta a los orígenes habría que explicar que el famoso PIB mide la producción acumulada durante un año de toda una cesta de productos y servicios que se supone representan a la actividad económica en bruto de un país, y que su formulación expresada en porcentaje mide cuánto más o cuánto menos de lo mismo se ha hecho respecto al año anterior en ese paquete ponderado de la fortaleza económica de un país. Si todas las potencias occidentales, incluso empeñadas en meter las drogas y la prostitución en la cesta, ven como su PIB no avanza, a lo mejor es que hay que cambiar las mediciones.
Quien les habla no es experto en macroeconomía, pero procura serlo a diario del sentido común. Si alguien mira el PIB de los últimos cinco años entre los potencias occidentales y otros países en desarrollo o del Tercer Mundo, verá que nuestras cifras son para echarse a reír de pena. Y aquí no vale disimular con cuestiones de límite de crecimiento o de brecha tecnológica, ya que el PIB es sobre todo una competición de un país consigo mismo, no contra el resto. Que el PIB de Alemania baje no nos debería preocupar. Pero sí que una métrica tan fundamental dependa de los mismos que nos han arruinado.