Al momento de escribir estas líneas les confieso que acabo de degustar una onza de chocolate de esas de las de repostería, de las que conviene deshacer con calor y humedad en la boca antes que tratarla a mordiscos. Que uno se tiene por hombre mas no por macho alfa, amén de largo historial con el dentista.
Si se lo digo no es para estimularles a que saliven, sino porque instantes antes me hallaba leyendo una historia que, de no saber uno como sabe que nos estamos cargando el planeta sin remisión, sería digna de El Mundo Today: el planeta, al parecer, se está quedando sin cacao. Y si son ustedes del negro placer, solo van a tener dos opciones a futuro: o se acostumbran a que más pronto que tarde lo dejarán de catar; o se acostumbran a pagarlo a precio de oro. Hagan fotos de esos supermercados con estanterías de nocillas y colacaos, que están a punto de pasar a la historia.
Esta historia me evoca otra que me contaron el año pasado por estas fechas y que aún no he decidido cómo catalogarla, entre la fantochada, la advertencia agorera y la verdad cruel: el mundo se queda sin carne porque China compra granjas para dominar el mercado mundial del agua. Así que sin cacao ni carne, con el pescado esquilmado, los bosques deforestados, el agua en manos del único comunismo que le gusta al stablishment, los mares subiendo y los ciclones arrasando medio mundo, qué quieren que les diga, nuestros nietos nos van a llamar de perros para arriba. Y con razón.