“Taking the reins of a divided nation” reza el titular de portada de The New York Times (papel) del lunes 9 de noviembre. Pasados 6 días de celebradas las elecciones norteamericanas, los resultados casi definitivos dan la victoria a Biden (279 delegados, nueve más de los requeridos para ganar) y Trump queda donde estaba, con 214.
En el Senado, pendientes de qué pase con 4 puestos, hay empate de 48 senadores para demócratas y otros tantos para los republicanos. 216 congresistas para los demócratas; 196 para los republicanos en la Cámara de Representantes. 2020 son las elecciones con mayor participación desde la fundación del país. El universo electoral (aquellos/as con derecho a voto) ha crecido, gracias al aumento de la población hispana legal y, han sido mayoría los que, con intención de ir a votar, lo han hecho. Hecho insólito en una democracia consolidada, donde la tendencia es que cada vez menos personas participen en el proceso electoral.
A pesar del Covid-19, 75,551,684 de americanos (50.6%) votaron a Biden, convirtiéndole en el “presidente electo” con mayor número de votos de la historia de EEUU. Trump obtuvo 71,189,789 votos (47.7%). El número de votos de Trump aumentará, aunque no lo suficiente como para cambiar el resultado electoral. Recibirá casi un millón de votos procedentes del recuento de votos en varios estados, de la finalización del conteo de papeletas en, al menos seis estados, y de la llegada de miles de votos de militares y sus familias que residen en el extranjero. Siendo así, la distancia entre Biden y Trump será, como en 2016, de tres millones de votos.
Los datos son incontestables. Y el titular de NYT encapsula muy bien en qué se traducen: Biden debe tomar las riendas. El país está dividido. Más aún: más que dividido, está polarizado, enfrentado y con el estado de ánimo… “calentito”. No se produjo la Blue Wave que anticipaban las encuestas. La pequeña diferencia entre Trump y Biden en voto popular, el empate -que, seguramente se resolverá con una mínima mayoría republicana- en el Senado y, casi, igualmente en la Cámara de Representantes, es un hecho que Biden no puede ignorar. No debería alienar a la mitad del país que no le ha votado. Su primera declaración como presidente electo fue que no había venido a dividir sino a unir y que -como solía repetir Obama- “no hay estados demócratas ni estados republicanos, sino los Estados Unidos de América”.
Para EEUU, Joe Biden es el mejor candidato que podían tener en la Casa Blanca los demócratas. De haber triunfado el ala más izquierdista del partido (Bernie Sanders, Elisabeth Warren, Alejandra Ocasio-Cortez) en lugar de “reconciliación” (palabra de Biden), estaríamos escribiendo de “confrontación”. Biden, de entre los demócratas, es el mejor candidato para EEUU. También porque, como publicamos en estas páginas en agosto pasado, tiene a Kamala Harris como vicepresidenta. Ya dijimos que más allá de las obviedades (mujer, afroamericana, progresista, de orígenes indios y de padres inmigrantes), Harris aporta una experiencia profesional que Biden -político profesional en Washington durante medio siglo- no tiene, como fiscal general en San Francisco y en California, gobernadora y senadora.
Kamala Harris es joven. Biden ha repetido muchas veces que él no es el futuro del partido demócrata, sino Kamala. Tiene 77 años y, si cumple su primer mandato de cuatro años, habrá sido el presidente más longevo de la nación (de hecho, ya lo es). Sin embargo, le han votado mujeres, jóvenes, afroamericanos, algo de clase media, algo de clase trabajadora y un puñado de ricos. También le han votado en las grandes ciudades y trabajadores con carrera universitaria. Todo esto admitiría muchos matices que exceden la longitud de este artículo. Baste decir que a Biden le han votado más mujeres que a Trump. Pero a Trump le han votado más mujeres blancas que a Biden. Mujeres afroamericanas han votado más a Biden y poco a Trump.
Los hombres blancos han votado mayoritariamente a Trump; los varones de minorías han votado más a Biden. Los hispanos ya son una minoría grande y su voto se ha dividido casi por igual entre Biden y Trump. Los hispanos han dado la victoria a Trump en Texas y Florida, por ejemplo. Y, simplificando mucho, el mapa electoral muestra el centro y sur del país de color republicano y las dos costas de color demócrata. Evidentemente, Biden no hubiera ganado sin California y Nueva York. Pero el fiel de la balanza se inclinó finalmente a su favor gracias a Pennsylvania, Míchigan y Wisconsin.
Muchos son los retos que tiene Biden encima de la mesa. Mediante decretos, intentará deshacer -como todos los presidentes respecto a sus predecesores- el edificio construido por Trump. Su prioridad es luchar contra el virus y hacerlo sin destrozar la economía. El dato de paro de octubre fue alentador: pasó del 7,9% al 6,9% con 638.000 empleos más. De seguir la tendencia de los últimos cinco meses, en enero de 2021, EEUU habría recuperado todo el empleo perdido con la crisis. Biden quiere subir impuestos a las empresas y los más ricos; recuperar las alianzas comerciales de la era Obama; impulsar la diplomacia internacional; luchar contra el cambio climático, resolver las desigualdades sociales y raciales.
Es un programa para ocho y no cuatro años. Posiblemente, lo continuará Kamala Harris. Biden tendrá que negociar mucho con los republicanos, con mucho peso en el poder legislativo. Y no alienar a los empresarios, porque crean riqueza y empleo.