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Plañideras oficiales

Hay biografías de leyenda que están llamadas a trascender los aplausos que el consabido coro de palmeros les dedican cuando llega la hora de su muerte. Isidoro Álvarez, al igual que lo fue su tío Ramón Areces, bien merece recibir ese distintivo.

A las plañideras de coche y cargo oficial les viene de perlas que un figurón así se nos vaya de las manos en domingo, y solo unos días después de que se apagasen los latidos de uno de los banqueros más importantes que ha dado nuestro país. Les permite aparecer afectados, compungidos y a la vez defensores de los valores que, dicen, fueron santo y seña de Isidoro. Aunque bien sepan estas mismas plañideras, instaladas en la política o que viven de chupar de la ubre del Estado, que a ellas nunca les hicieron falta estos valores para progresar en la vida. Más bien lo contrario.

Isidoro dice adiós dejando una estela, dicen todas las crónicas, de discreción, de humildad, de trabajo duro y de generosidad. Justo lo que nunca podrán reclamar nuestros haygas de la cosa pública, paletos con mando en plaza que se lucen cuanto pueden, presumen cuanto pueden, se enriquecen sin dar un palo al agua y no reparten nada de lo esquilmado al personal. Sanguijuelas pagadas a escote vía Hacienda, que en su vida sabrán qué significa jugarse el bolsillo con la memoria de haber sido, un día, una pequeña tienda textil en Callao, Madrid, con la que sacar a una familia adelante.

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