Si hay algo que deje mal sabor de boca es tener que dimitir en un país en el que la dimisión está vetada por costumbre. Si además esa dimisión viene después de haberla negado varios meses, el sentimiento es ridículo. Y si además la última negativa fue el mismo día de dimitir, ni les cuento.
Porque esa es la crónica real de la cosa y no la que con el tiempo nos quieran montar. Solo unos minutos antes de que se diera a conocer la renuncia de Ana Mato, la tesis que se sostenía desde su equipo, o al menos la que nos contaban quienes tienen acceso a él, es que la ya ex ministra pediría disculpas y se mantendría aferrada al cargo. Tanto es así que minutos después todavía era posible leer titulares en Google sobre la NO dimisión de Ana Mato, que una vez visitados en la fuente original llevaban a la actualización de última hora.
Permítanme el chiste de que entre todos la murieron y ella misma se… Mato. Pero el chispazo no se lo ha dado el ébola, sino la Gürtel, lo que sienta un doble precedente en la peculiar moral de eso que algunos llamamos casta desde antes de que Pablo Iglesias saltara a la popularidad. Por un lado, no importa cuán nefasta sea la gestión de una crisis de tu ramo, ni cuán bocazas sean los que para apoyarte criminalicen a la víctima. Por esas cosas no te vas a la calle. Ahora bien, por tener la zarpa donde no debías cuando no debías, ojo. Desde que a Bárcenas le enchironaron, se abrió la veda.