Buenos días y buenas compras. Parece mentira cómo en tres años el ‘Black Friday’ ha pasado de ser una cosa de frikies a tener presencia constante y ofrecérsenos casi como una tradición de toda la vida, algo con tanta solera como los villancicos, los toros o los políticos corruptos, por citar tres clásicos.
Eso demuestra dos cosas. La primera, la relativa facilidad con la que adoptamos las formas sin adoptar los contextos. En Estados Unidos este viernes negro tiene su razón de ser porque cae siempre, siempre, siempre, después del Día de Acción de Gracias. Es un puente como esos nuestros tan castizos de la Constitución, de la Pilarica o de Jueves y Viernes Santo. Es decir, cuando el personal está más proclive a gastarse el parné. Aquí tendría más sentido hacer un Black Seven el 7 de diciembre, si eso; pero un viernes negro que no sigue a nada y en el que nada se celebra, es del género tonto.
La segunda cosa que les decía que demuestra es que seguimos a por uvas. Todavía no nos hemos enterado de que aquello es aquello y esto es esto, por mucho que importemos el folclore a base de fechas, que ya les adelanto que aquí cualquier día acabamos cortando un pavo por Acción de Gracias. Pero además de eso, queremos consagrar fechas de consumo orgiástico en un país con 5 millones de parados, un mercado laboral tan rígido como raquítica es la masa salarial que genera, impuestos más altos y menos eficaces que nuestros colegas europeos, y así una larga lista de despropósitos. Señores del comercio: rebélense, o ni las rebajas de toda la vida les salvarán del hundimiento.