Menos cuentos, CaperucIbex

Sé que voy a decir una barbaridad tan grande que no faltará quien me oiga y le entren reales ganas de mandarme a paseo, cuanto más lejos mejor. Con mis respetos a los miles de personas que se ganan la vida analizando, contando y especulando en los mercados bursátiles, a mí me parece un cuento chino.

El tran-trán de órdenes de ventas de esta semana ha sido de agárrate y no te menees. Pero todo eso en el fondo es filfa. Superchería de regimiento para los chamanes del dinero fácil. Las Bolsas, hoy, de Lisboa a Nueva York, son imaginería religiosa de mercadillo, en las que surgen vocablos y tecnicismos para explicar lo que ni los mismos inversores, o sus analistas, son capaces de entender. Y como tal imaginería religiosa, tienen a sus santos, a sus mártires, tienen sus dogmas y cuentan con la Fe del Todopoderoso mercado de capitales. Y también sus pecados, sus perdones y sus curas encorbatados.

Las Bolsas cumplen una función de profecía autocumplida. En la que cientos de miles de terabytes de información juegan al mus consigo mismos. Sus programadores, pero sobre todo quienes mandan diseñar esos juguetes de adolescencia mal curada, olvidan que el ordenador de la mítica película “Juegos de guerra” aprende jugando al tres en raya contra sí mismo que cuando no hay vencedor claro es mejor dedicarse a algo productivo e inteligente. Y a todo ello sumen que cuando llega el fin de semana, y las Bolsas cierran, el mundo sigue, no se hunde, no se queda sin respiración. Por algo será.

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